19 de mayo de 2007

◊ Dos Negras Sombras

No cabía duda, eran dos. dos negras sombras encorvadas deslizándose de forma sinuosa por la tupida floresta, entre árboles que impasibles tendían sus ramas sobre el bosque formando un manto oscuro, siniestro, que impedía el paso de la débil luz de la luna, gibosa y enfermiza en la lobreguez de la noche. sin apenas turbar el silencio, llegaron a un claro donde los árboles, quizá impelidos por algún sombrío artificio, habían retirado su manto asfixiante y opresivo.

Estos, se apretujaban y retorcían creando paredes correosas de carne entrelazada que, enhiestas y asemejando tenebrosos pilares verduzcos, se alzaban como manos trémulas e implorantes hacia el lívido cielo, para, en lo alto de sus copas, transfigurar las ramas en garras encogidas y marchitas.

Por un único resquicio que permitía el acceso a su interior, oculto por hojas, bejucos y enredaderas, entraron las dos sombras en aquella especie de santuario natural, similar a una cripta construida y modelada por manos infames.

Con andar lánguido, arrastrando tras de sí las capas que daban forma a sus cuerpos entre hojas muertas que siseaban a su paso, se dirigieron al centro del santuario donde permanecieron inmóviles una frente a la otra; un espectador osado, sólo vería dos gélidas estatuas a las que el viento golpeaba una y otra vez.

Cuando la luna alcanzó su cenit, enderezaron con parsimonia los cuerpos torcidos, igual que ramas quebradas retornando de súbito a su forma pretérita. Alzaron sus rostros y, en un breve destello, unos ojos fríos y lúgubres cruzaron miradas.

Contemplar sus caras, escondidas bajo podridas capuchas negras, era mirar la eternidad: vetusta y joven, sabia e ingenua; de piel apergaminada y rostro cruel, contraído en un rictus de dolor que en un parpadeo, se tornaba piel suave y sonrosada, delicada y tierna como la de un recién nacido

Mas sus ojos negros e inescrutables permanecían sin cambios, intactos, gélidas piedras en yermos páramos. Crueldad, maldad y odio es lo único que la razón albergaría sentir al escrutar aquellos ojos ruines.

Sonrieron.

Tal vez, el día que demos nuestro último suspiro, sonría de igual modo la muerte.

Inesperadamente, miraron hacia la noche levantando los brazos a modo de demoníaca invocación.

Como tumores malignos, unas manos deformes y retorcidas se agitaron crispadas mientras de las bocas de aquellos seres comenzaba a surgir un extraño, indescriptible y espantoso canto; primero, en un débil susurro, para, poco a poco, aumentar la vibración de sus voces convirtiéndose en una letanía que reverberaba en aquellas paredes de apiñados árboles.

El viento comenzó a levantarse, a sacudir y zarandear las túnicas de aquellas formas macilentas que, ajenas a todo, parecían hallarse en absorto trance, embriagadas de aquel mantra surgido del averno. el tono de sus voces acrecentaba fatalmente su ímpetu, su impulso violento y febril que hacía vibrar el suelo y amenazaba con quebrar los árboles, reducirlos a astillas de un momento a otro.

Con brusquedad, como si una bestia bramase, la tierra pareció abrirse en dos y miles de gritos surgieron de sus entrañas en agónica batahola, como el chillido exánime de una parturienta dando a luz a su hijo muerto.

El viento se transformó en vendaval. Las dos figuras quedaron parcialmente ocultas por un remolino de tierra, barro y hojas que se elevó hacia el cielo castigando sus cuerpos como serpientes que ahogaran aquellas burlonas parodias de seres humanos. El pandemonium alcanzó su cenit bajo el clamor de los aullidos, gritos y alaridos agónicos, un frenesí demencial que nadie en su sano juicio osaría escuchar sin perder con ello la razón, sin verse inmerso en la más cruel de las locuras.

En esta vorágine, las dos figuras continuaron su canto en arrebolado éxtasis demoníaco.

Siluetas convulsas parecían retorcerse dentro de aquellos árboles protervos, pugnando por romper y desgarrar la corteza. Cientos, miles de uñas arañaban desde dentro en un pueril intento de resquebrajar la madera, mientras los gritos, si eso es posible, acrecentaban su lamento. Era el gemido suplicante de mil almas sufriendo el castigo dispensado en el averno.

En medio de tal pesadilla, surgió de las tinieblas un aliento negro que colmó el aire en horrenda blasfemia. Cientos de murciélagos agitaban sus fuliginosas alas desesperados, locos de rabia, abriendo sus ponzoñosos hocicos en un chillido iracundo, desgarrando la cordura de la razón impuesta por la naturaleza . Nerviosos, desorientados, errantes en su noche eterna, chocaban contra árboles y ramas, intentando huir, escapar, evadirse de aquella prisión a la que habían sido empujados por extrañas artes.

El estruendo producido por los alaridos y los gritos y los gemidos y los chillidos era insoportable, una locura horrenda. Los dos seres levitaban sin cesar su macabro canto, sumergiéndose en la marea negra que continuaba aleteando en desorientado vuelo.

Sus cuerpos consumidos pasaron a ser el vórtice de aquella oscura pesadilla. Excitados e impelidos por una fuerza ajena a ellos, los murciélagos se arremolinaron en torno a las dos figuras que continuaban con su canto, rezo o invocación, ahora casi acallado por la algarabía infernal.

Murciélagos, y dos cuerpos marchitos, formaron un racimo bruno de carne palpitante.

El alarido atroz y bestial de algún ser macabro estalló repentinamente como el trueno de una tormenta, lacerando la noche en su inmundo estertor.

Se abrió entonces el racimo como una granada mugrienta que reventase, y la marea negra se dispersó con la misma rapidez que fue invocada. Nada dejaron atrás, ningún rastro. sólo el silencio. el mal había sido engendrado, y una estrella en lo alto comenzó su viaje, despacio, despacio, para guiar a los perdidos..

No hay comentarios.: